Nació como todas las cosas: con desesperación, dolor, llanto, amor. Los infinitos contrastes de su pelo y su piel que palidecían ante la Luna llena cuando aprendió a respirar, llenando cada poro de todo lo que le rodeaba. Una pequeña marca roja en su mejilla la hizo diferente del cualquier otro bebé, quedando bautizada como la niña de fuego. Mientras que otros albergaban sonrisas, hoyuelos o alguna lágrima, la niña de fuego quedó marcada de por vida de esa manera tan caprichosa de la naturaleza.
Desde bien pequeña se refugió entre el calor de su perro Lobo, su fiel compañero, que para ella era más una bestia gigante aunque ambos contaran sus años casi desde su nacimiento. No sólo llegaban a compartir juegos, babas y caricias, compartieron algo tan profundo e invisible que nadie podía entenderlo, y tampoco les importaba eso.
La niña de fuego junto con Lobo descubrió el tacto de la hierba de los prados que le rodeaban, el dolor de cuando tropezaba con alguna piedra o por querer correr más de lo que el viento le permitía, las caricias de los besos de Lobo lamiendo sus heridas y sus ojos, mitigando de esta manera cualquier rastro de sentimiento oscuro en su persona para que volviera a sonreír y le abrazara o acariciara su mullido pelo.
Los años transcurrían aumentando a pedradas y golpes los huesos de la niña de fuego. Había cosas que Lobo no podía evitar. El sabor a hierro de sus labios podía apartarlo de una caricia pero su pequeño corazón de brasas comenzaba a tener cada vez más y más oxígeno a medida que era consciente de todo cuanto le rodeaba. Los niños temían acercarse a la niña, debido al temor a su fiel compañero, pero ella ignoraba este hecho ya que nadie podría igualar la compañía, el cuidado y mucho menos su belleza. En muchas ocasiones se perdían entre los árboles en su permanente juego de perseguir cualquier insecto con más de seis patas al que poder destrozar su secreto: dónde estaba su hogar. Cuando por fin era descubierto y su curiosidad quedaba satisfecha, la niña de fuego y Lobo se tumbaban en el suelo, mientras que ella le explicaba a los ignorantes oídos -pero desarrollados- de Lobo cómo se formaban las nubes, repasando las siluetas con su dedo índice, mientras que con la otra mano acariciaba el pelaje negro y marrón de su amigo. Cuando éste empezaba a roncar, ella lo abrazaba y notaba como su cabeza se levantaba y bajaba al ritmo de la respiración de Lobo, lo que le provocaba una sonrisa silenciosa: No quería despertarlo.
Como sus padres le regañaban mucho cuando llevaba animales vivos entre sus manos cuidadosamente recogidos (ratones, hormigas, pájaros aún pequeños...) encontró a un adulto que podría valorar sus hazañas y hallazgos más inocentes: su abuelo. Un hombre no tan mayor pero que el brillo del sol en su amplia frente delata como a alguien sabio. La niña de fuego llevaba sus tesoros a su abuelo y siempre los recibía con una amplia sonrisa pero siempre le decía lo mismo para que cada animal fuera devuelto a su hogar, que ella sabía dónde estaba por todos los años que estuvo persiguiéndolos.
"Si amas algo o a alguien, podrás tenerlo entre tus manos un tiempo limitado, pero jamás encerrado o preso en un lugar donde no quiera estar. Por eso hay que dejarlo siempre libre para que vuelva a ti cuando quiera. Ve, es hora de que vuelva a casa. Y nosotros también."
La niña de fuego se apagaba cuando tocaba dejar a su tesoro en su hogar, pero observarlo desde lejos volvía a encenderla de nuevo y hacía que volviera a casa -siempre con Lobo a su lado- con una amplia sonrisa y cosquillas en su vientre. En la puerta le esperaba su recompensa: el abrazo de oso de su abuelo y unas cuantas historias del pasado mientras comían junto al calor de la chimenea.
Continuará...