Y ahora...¿qué?


Pasas un buen rato pensando cosas que escribir: redactando poemas, prosa y pura verborrea en la cabeza durante un rato mientras observas cualquier cosa absurda que hay alrededor de ti, para luego llegar delante de un papel o una pantalla, con todas tus ganas de escribir lo que has estado pensando durante todas esas ¿horas?... Y nada, no sabe absolutamente nada.


Te quedas más en blanco que el fondo en el que escribes. Y, tontamente, te acuerdas de aquellos primeros amores que se ven por primera vez, tímidos, que tienen miedo a rozarse o a mirarse a los ojos directamente y que si, por casualidad del destino, se rozan, dan un brinco como si les hubieran lastimado. Esos que observaste de pequeña, en un vigésimo plano y, fíjate qué imbécil, ahora te acuerdas de eso. De la niña de pecas y el niño rellenito que se querían, y querían decirse tanto que ni uno ni otro se atrevía.

 
Desde bien pequeña aprendes a observar a los demás: Cómo actúan, cómo hablan, cómo gesticulan sus cejas dependiendo de lo que hablen, las caricias que le dan al aire (o las tortas)… De lejos, siempre de lejos, pensando: “¡qué tontos! ¡qué tímidos!”. Y te olvidas que la que está escondida mirándolos eres tú.


…te acuerdas de esas carreras que dabas con tu abuelo detrás de ti caminando, diciendo que te pillaba, que te pillaba, pero él iba lento, porque no quería que tropezaras con la torpeza de la niñez. O del olor de los mercados de tu tierra. O de cómo observabas los brotes de las plantas creciendo en el parque o de las amapolas en el campo. O de cómo mirabas a las hormigas llevándose las migas o alpiste que le echabas, para que no tuvieran que trabajar tanto y estuvieran bien alimentadas durante el invierno. O de la primera vez que viste de lejos a tu primer amor, ese que pensamos que será para toda la vida y resulta ser un sapo viejo. Del primer beso que viste, y te dio asco.

 

Cuando te das cuenta que ya no tienes apenas qué observar, sino que tus movimientos están controlados por una monotonía casi programada, que sabes perfectamente que si haces A obtendrás B, que si miras los ojos color miel de tu perra Brida se achinan, e inmediatamente moverá el rabo con orejas gachas y piensas: “Joder, nena, nos hacemos mayores, y no quiero. Pero a ti sí. Infinito.”. Y ella va hacia a ti y te da con la cabeza para que la toques, simplemente. Ahí no hacen falta las palabras.

 

Cuando te das cuenta de que las buenas noticias de los amigos que aún están más lejos de tus ojos que cuando eras niña, las sientes más cerca que nunca, te alegran los días; piensas: ¿Esto es la felicidad? ¿La felicidad es la ausencia de malas noticias? ¿El no tener que esconderse para observar la felicidad de los demás sino que ella recurra a ti en forma de voces familiares y amadas?

 

Pues supongo que sí.

 

Y ya tan sólo para sonreír tienes que acordarte de la amiga con la que has compartido tanto y tanto que te llamó hace unas horas estando feliz, diciendo que van a buscar su segundo hijo. Del amigo que pronto hará el Camino de Santiago en su empeño de vivir de todo. Mientras escribes o estudias escuchas a Ludovico y recuerdas aquél amigo que te dijo que quería enamorarse de una pianista. Del otro amigo que le ha salido un examen bien después de haber estado estudiando mucho y que ya tiene la cicatriz mucho mejor. Del otro amigo que se siente mal y necesita cambiar su vida y en una llamada decide que el lunes va a cambiar, que va a hacer boxeo. Ese deporte que ya no podrás practicar jamás. De la amiga que nunca has visto excepto en fotos y que se compra una casa nueva, y te manda fotos de la reforma para decirte los cambios que va a hacer, con toda la ilusión del mundo. De aquella persona que recuerdas desde la niñez y apenas has visto en persona, pero que te anima a que sigas escribiendo, porque le encanta Escalofrida. De aquella amiga que se casa pronto con el amor de su vida y te envía una foto con la invitación para ti, que llegará pronto al buzón, desde la otra punta de España, que ya no hablas tanto con ella como antes, pero la sigues queriendo igual. Del hermano que te dice que te quiere por escrito, pero luego no se atreve a decírtelo a la cara, porque no nos acostumbraron a eso. Del padre que te llama para ver si has cenado y si te duele aún el estómago. De los besos de bendecir la comida o la cena: “Amén” (pero sin tilde) y de los abrazos por la espalda. De la madre que te llama para contarte una historia triste y decirte que el dolor que sientes se aliviará, que ha preguntado a otro médico. De la vieja amiga que te llama después de mucho tiempo y no paras de reírte con ella recordando viejas cosas o añadiendo nuevas a la memoria. De la tita que te pregunta cada día cómo estás y que te da ánimos y manda millones de besos. De la amiga que te pregunta cada día cómo ha ido la mañana o la tarde y que si estás mal se presenta a tu lado en menos de lo esperado y te hace sonreír haciendo el tonto con tus perros. De aquél amigo que nunca has visto en persona y que te cuenta que se le pegan siempre las mujeres más difíciles y se culpa a sí mismo de que eso le ocurra. O de la amiga que tampoco has visto nunca en persona y te escribe casi a diario desde nada más y nada menos que desde Méjico, contándote lo que le ocurre en su día a día o sucesos que ocurren en su ciudad...

 

Pero todo esto: casi siempre desde la lejanía. Es lo que tienen los recuerdos. Antes todo eso lo veía a través de mis ojos: todos esos sentimientos que se agitaban alrededor del mundo pero ya todo se convierten en palabras y, en vez de recordar esos momentos en amarillos, rojos, azules, grises, blancos… ya sólo recuerdas las letras, las palabras o las imágenes disecadas.

 

¿Quizás ha llegado el momento de mirar los colores que una lleva dentro y “desconectar” de tanta palabra?

 

 

Y ésta es Escalofrida, la de las palabras y los diálogos, que tiene ganas de verlo todo a color, a colores...a infinitos colores que se mueven y acarician el aire como les da la puta gana, sin que nadie les corrija.

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