La celda.

Cuatro barrotes tiene la celda:
Separados y endebles,
navegan y vuelan
dependiendo del aire
que llega de fuera.    

Tempestades pasaron
al acariciar tus piernas,
que se abrían o cerraban
como tijeras
cuando escuchaban
tus palabras.

-Como cantos mudos
de sirena-     
     
Aún se siguen moviendo
cuando alguien abre la puerta.

Cuatro paredes tiene la celda:
Marchitas, oxidadas y negras.

Espías de soledad desierta,
amurallada evitando toda tierra
que derraman tu voz podrida
con palabras muertas.

-Para tu pecho se quedan-

Cuatro muros tiene la celda:
Evitando las sombras
de tus tinieblas.

Vacío Rojo

"¿Cuántas veces, con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo?" (cita de Hamlet)

Bajaba casi desnudo por las escaleras de piedra. Deformes, asimétricas. Sus pies helados le avisaban que, o terminaba pronto aquel recorrido descendente, o caería rodando. Con una sola capa de tela que cubría su cuerpo iba encogido de hombros tiritanto. A su lado, un joven con cara angelical y mejor apariencia le acompaña en ese camino desconcertante. Mientras, el joven, le explicaba cada centímetro de lo que tenían a su alrededor: Absolutamente nada, todo desierto.

Conforme iban descendiendo las solitarias escaleras eternas, sus ojos iban divisando formas grises de montañas pequeñas que rodeaban un acantilado del cual asomaban unas llamas de fuego tales que alumbraban todo mejor a medida que iban acercándose. También, entre tanta ceniza, pudo contemplar una pequeña caseta, como si fuera un bar de playa, en la cual había un joven vestido de oscuro y que estaba de frente a una interminable cola de jóvenes bastante sucios, con la única vestimenta de unos trapos viejos que tapaban la entrepierna.
Para su asomo y sorpresa de su cansancio, terminaron ese último escalón que parecía ser infinito. El joven que le acompañaba le señaló que deberían de ir hasta esa cola. Él lo hizo sin rechistar y sin temblar, ya sentía el calor del acantilado.

Se acercaron hasta esa interminable fila de hormigas ¿humanas?. Abrió los ojos asombrado al contemplar que esas personas, llevaban detrás de sus cuerpos un trozo grueso de madera, que les atravesaba la espalda de manera horizontal e iba atado de muñeca izquierda hasta muñeca derecha; quedando sus cuerpos en forma de cruz. Preguntó a su acompañante: ¿Por qué se liberan una mano y meten fotos de personas en esa pequeña jaula de finos palillos a medida que van avanzando en la cola?. A lo que el joven lo miró de reojo, con una leve sonrisa en la comisura de sus labios y contestó: Piensan que de esa manera el amor que sienten por ellos siempre quedará cerrado por siglos, intacto.

Horrorizado, anduvo con paso ligero desde el último de la cola hasta el primero para comprobar que, lo que aquel fiel portero de esa caseta les entregaba a esa multitud, eran tres clavos pequeños.
Recorrió el mismo camino de vuelta hacia su acompañante y le dijo: ¡Vámonos de aquí!. Cuando fue a agarrarle la mano se encontró con que ya estaban lejos de aquella fila y se acercaban hacia aquellas montañas grises. Era ceniza acumulada, en forma puntiaguda hacia el cielo.
En un intento desesperado de intentar comprender todo fue esquivando aquellas montañas de mil tamaños comprobando que desde lo más alto del cielo iban cayendo aquellas personas que había visto antes. Al vacío, sin gritos ni lamentos, sólo envueltos en llamas. Sometidos a aquellas resignación y totalmente crucificados.

Aulló fuerte, y al girar su nariz se dio de bruces con un ser inmenso, de color dorado y granate, que emanaba un hedor propio del azufre. Boquiabierto, fue levantando la vista mientras retrocedía en pasos pequeños, y contempló su gran pecho, sus grandes hombros y unos cuernos que ardían más que el acantilado.

Al mirar su cara no sólo miró una cara deforme, sino que pudo reconocerse a sí mismo.

Aquel lugar, por siempre, había sido su hogar.

A-mar

Le enseñaron a amar la lluvia como sólo a un hijo se puede amar: hasta la locura y sin condiciones. Su madre le acunó desde pequeño por las noches de Octubre ante la luz de su ventana, mientras sonaba el sonido de la lluvia. No existían canciones de cuna que pudieran tranquilizar su llanto como el de las frías gotas cayendo ferozmente contra el suelo de otoño. Le inculcaron amar de verdad la lluvia, porque era necesario, propio, oportuno y muchos adjetivos más que no entendía en edad temprana; pero la amaba sin entender siquiera lo que era amar.

Desde pequeño todos se asombraban cuando relacionaba todo con la lluvia: "me llueven los ojos", "llueve por el grifo"... Nadie entendía su amor por los elementos, en especial por ese, si "sólo es agua." Incluso pensaba que su madre recogía el agua de la calle para llenarle el biberón que luego pediría insistentemente, sin sed alguna, sólo por el placer de ver si había algo nadando como pececillos dentro de aquel bote traslúcido.

Esos términos de los que le hablaban los adultos eran más las palabras que sus dedos empezaban a escribir antes que sentir aunque lo necesario  -propio, oportuno y muchos adjetivos- hubiera sido que, como niño, su cuerpo experimentara todos los sentimientos y sensaciones posibles con sólo abrir los ojos y poner en funcionamiento todos sus sentidos que empezaban a florecer.

Cuando cumplió unos años podía quedarse horas pegado al cristal de la ventana de cualquier lugar mientras observaba cada gota caer e intentaba contar el número de ellas pero siempre perdía la cuenta. Realmente quería saber todo lo que ocurría y por qué, cómo y dónde, cuándo y si era obra de algún ser extraño. En el colegio no le daban todas las respuestas y olvidaba que había otros niños a su alrededor con más o menos ganas de aprender que él. A veces su profesora no sabía qué contestarle ante las preguntas no tan propias de su edad.

Aprendió el significado de muchas palabras por tanta pregunta, hasta que su padre le dio un libro pesado "Lee y descúbrelo tú mismo." Al abrir ese libro pesado -que luego resultaría ser de aire- comprobó con palabras de tinta lo que era la lluvia, su origen, los beneficios de ella y, pobre de él, pensó que su curiosidad quedaría satisfecha. Se enfadó consigo mismo y con el techo de su habitación por traerle tantas preguntas a la cabeza. También se ayudó de sus imparables preguntas del por qué del Todo, del origen de Todo. De esta entrañable manera obligó a todos los adultos que le rodeaban a ayudarle en su tarea de descubrir en libros sus más inquietantes respuestas a Todo. Obviamente, alguien tendría que ayudarle a entender muchas cosas que en esos libros aparecía y que no llegaba a comprender del todo bien.

El estar enterrado entre libros fue su niñez, investigando palmo a palmo el significado de la lluvia, del agua, del aire, de los relámpagos, el fuego, los huracanes...y todo esto le llevaría a la segunda parte que le inquietaba: las reacciones del mundo que le rodeaba ante estas acciones que estaba aprendiendo, sin darse cuenta -en un principio- que su primer gran descubrimiento fue el saber lo que era el Amor. Amor por los libros, la curiosidad, la sabiduría, las palabras, lo oculto, lo que nadie se pregunta, Amor por conocer su mundo antes de aprender a vivirlo.

Quería estar bien preparado.

 
 
 
Continuará...

Mendicidad estrellada.

Se lo llevó el aire para sí, que la tierra era pequeña para sus inquietos pies y tenía que hacer nubes para que lloviera en su ausencia, para que le recordara siempre. Volar siempre estuvo subestimado si de vivir se refiere. Aunque le pintaran los ojos de barro al nacer le veía el oro que le salía entre las pupilas pero al portador nunca se le dieron bien los pequeños detalles porque el mundo giraba tan deprisa que no quería pararse, porque podría caerse y romper todo su mundo. Le agotaba tanto su planeta...

De nada le valían las formas imperfectas, ni los tembleques de pestañas en las muñecas o del cuello, ni aferrarse al volcán de su silencio, ni a las notas de los pianos que inventaron naranjas y amarillos en el fondo de su habitación a oscuras en aras del amanecer. Cada risa, cada beso que machacaron palabras huecas inciertas de sandeces oportunas que parecían creíbles a sus oídos y a su pecho...todo eso esfumado en el aire que se lo llevó fuera de jaulas de sentimientos hechas trizas. Su pecho antes de acero consiguió llegar a la temperatura que él buscaba para ese preciso instante, justo para derretirse y formarse de nuevo en hielo cuando le precisara. Sus labios palidecían a la par que escondían regalos, se enfurecían llenos de rabia y agotaban las pilas de la energía. Es que realmente le agotaba...

Decidió entre lágrimas y risas que era mejor quedarse con las zarzas del pecho e imaginar hasta el infinito de todos los planetas y todas las estrellas espías, que así no duraría tanto.


"Devuélveme todo lo que te quise: no quedé satisfecha."

Antiprincesas

Soy antiprincesas radical, lo confieso.

Vivimos en una sociedad en la cual sólo hay princesas e incluso mujeres que se autoproclaman así, como si fuera eso todo lo que tienen que ser. Recordando como eran y siguen siendo las princesas de los cuentos y películas una se da cuenta de que todas son guapas, delgadas, de piel suave, sonrisa perfecta, todo perfecto. Viven por y para su príncipe y si se salen de alguna regla preestablecida llega el valiente príncipe o guerrero e intenta someterla a su santa voluntad y darle lo que él realmente espera o cree que quieren: casarse, tener hijos, vivir por y para su familia y una eternidad
de sandeces que provocan colapsos cerebrales.

Desde pequeños nos dicen que así son las princesas: perfectos floreros pero, ojo, que hay que respetar. Eso no lo sabemos llevar a la realidad a veces porque algunos se quedan en guerreros o príncipes chabacanos dignos de una tormenta de piedras y gargajos.
La idea que instauran desde que nacemos es que el hombre siempre rescata a la mujer, le saca de su monotonía o de su calvario. Me quedaré con las ganas de ver que es al revés.

Tenemos inconscientemente casi siempre la idea de que el hombre no puede ser un torpe de físico perfecto y que la mujer es una guerrera o una princesa valiente sin títulos ni historias, que no le vale más que su fuerza y su autonomía y que ella elige cómo cuándo dónde y por qué de su vida. Que no necesita un hombre a su lado ni para abrir un tarro o colgar un cuadro, que puede ser libre de elegir lo que realmente quiera.

Cuando tenga esa libertad de elegir su amor podrá ser real independientemente de la raza, sexo, títulos o dones. Y si no quiere amor, que no lo tenga. Y si quiere tener diez mil en una noche que los tenga, sin importar un carajo que la llamen despectivamente (los que aún no saben ni amar) en vez de por su nombre.

Pero la mayoría piensan que hay que conformarse con las migajas de machismo social que durante siglos hay hasta en los libros.
¿Por qué no podría haber sido el bello y la bestia? ¿por qué no Blancanieves
pudo ser feliz fuera de envidias viviendo con sus enanos? ¿Por qué Aladdin no era príncipe y Jasmine la vagabunda? En éste último caso ya habría alguien que pensaría "qué lista la tía...lo quería por el dinero".
Porque somos así, somos así de catetos.

Pero seguimos regalándole a las niñas carritos y bebés que lloran para que los consuelen sus manos pequeñas; a los niños coches y balones. Ahí ahí: estableciendo y condicionando su libertad futura.

Por eso soy antiprincesas. Soy proguerreras: las que pelean por sus sueños, las que son felices por ellas mismas, las que sonríen aunque tengan los ojos llenos de arena, las que pegan un golpe a la mesa cuando no pueden más, las que ríen o lloran con la misma intensidad, las que sienten en cada centímetro de su piel cada sentimiento propio o ajeno, las que no tienen espadas pero tienen fuerza valentía coraje rabia instinto y cada sentido agudizado que les permite sonreírle a la vida y disfrutar de cada momento.


Para mis guerreras.
Siempre bellas, luchadoras y con un par.