Día 29: Mediodía

Mientras doblada ayer el papel transparente que muy generosamente abundan en las bandejas de carne y demás repostería cárnica (qué manía de despilfarrar), escuché un ruido que venía del salón. Ni mis miles de animales ni mis antenas auditivas bien sintonizas pudieron haberlo sentído antes. Me enrabian estas cosas, oye. Total, que fui para allá y estaba sentado (y bien sentado) Gabriel García Márquez.

Para una, tener tal hombre de Nobel en su humilde establo, le produce una alegría infernal. Me tiré para él para darle un abrazo campechano (como el Juancar) con palma de mano bien abierta y golpes firmes en el lomo.

Con tal mala suerte de que le tiré la bebida encima así que, con un humor un poco raro, se levantó y me dijo con un tono más elevado de lo que estiman las autoridades: "EL AMOR ES ETERNO MIENTRAS DURA."

Mira, me sentó fatal, aunque razón no le faltaba. Me eché hacia atrás, como si me quemase el tío mala leche y noté que en realidad le estaba molestando. No sé si bien era porque le estaba tapando la tele, por haberle manchado, por todo en general o porque era nuevo en esto de la otra dimensión.

Le iba a avisar de que tenía todo el mostacho como un peluche mojado, pero me aguanté. ¡Con lo que yo lo admiro!

Pero, eso sí, antes de volverme a la cocina intenté poner una cara interesante y seria para que le calara hondo lo que tenía que decirle, pero sólo me salió decirle con tristeza: Gabriel José, ahora sí que vas a saber lo que son cien años de soledad, y unos poquitos más.

Me miró sin decir nada, pero por la cara que tenía se había quedado más pensando en sus putas tristes.






(D.E.P. Maestro.)

Textos rescatados Vol. 1

Sentía el frío de las tejas rojizas en sus pies y el calor en sus sienes. En su pecho. Le daba exactamente igual el pelo en la cara (el que siempre le escondían de pequeña detrás de las orejas, mientras que pensaba: ¿para qué? ¡Si aún no me han hecho los agujeros en las orejas!).

La brisa era tan cálida y tan áspera, que los labios los tenía blancos por la sequedad que respiraba. Llenaba sus pulmones de aire cada vez más, para ver si le explotaban. "Bonito que lo voy a dejar todo." -pensaba.

Nunca le dijo a nadie su guarida -llena de sombras, reflejos, murmullos y hierbas aromáticas con un ligero toque a putrefacto-.

Con sus manos se recogía las rodillas ("no vaya a ser que me las roben") y, mientras, sin saberlo, contemplaba el cielo plagado de estrellas. Pensaba y pensaba y el calor en sus sienes aumentaba a medida que disminuía el de la madrugada. Llegó a la conclusión de que ésta no era la época que quería vivir. Desnudó sus rodillas. Sonrió.

Sonó un leve silbido de aire.

Silencio.


Adiós niña de porcelana.