PARTE 1
Aparcó su flamante BMW en la primera calle empedrada
que pudo. Como un animal perdido miraba por cada hueco de las ventanas aún
dentro del coche esperando que alguien asomara y le auxiliara. Todo en vano.
Jean-Paul Gutiérrez Moreno, pueblerino español de
nacimiento y parisino de adopción, se manchó las suelas de sus zapatos de Prada
en cuanto puso el primer pie fuera de su coche. Seguramente el perro que había
aligerado su peso intestinal aquella mañana en la calle jamás hubiera imaginado
que la transformación de su desayuno podría toparse con tanto glamour.
- ¡MIEJDA!
-Efectivamente, hijo, efectivamente. -escuchó una voz
quebrada asomaba a un balcón, que le daba absoluta razón en su afirmación, sin
dejar lugar a dudas, mientras sacudía la cabeza de un lado al otro.
Jean-Paul miró hacia arriba y comprobó que la mujer
que había presenciado la vergonzosa escena, seguía mirándolo intentando
averiguar de qué museo había salido.
-Pejdone seniora, ¿podría entrar en su casa para
limpiar esta desdicha? - dijo Jean-Paul con un perfecto acento pueblerino,
mientras su cara de pena se mimetizaba con el sol que le daba de frente.
-Claro hijo, no vas a ir dejando to pringao por ahí.
Ahora le digo a mi niña que te abra.
Acto seguido se escuchó un aullido incluyendo un
nombre de mujer con una potencia de 12000 voltios. En ese momento Jean Paul se
percató que su estancia en aquel lugar insólito de Sierra Morena no iba a ser
fácil, ni normal, ni corriente.
Jean-Paul se encontró delante de una puerta de madera
maciza, con más años seguramente que las piedras que estaba pisando el sólo pie
que tenía apoyado (no hace falta recordar el incidente que había experimentado
su pie izquierdo). Allí, cual flamenco vestido de Versace, se encontró
observando la falta de barniz que le hacía falta a aquella puerta. "¿Dónde
me he metido, Dios mío?, se preguntó. En francés, claro. Siguió mirando a su
alrededor y empezó a memorizar cada tramo de aquella fachada que una falta de
amor tenía, los cactus que llevarían un lustro enredados en el hierro oxidado
de la ventana avisando a los posibles ladrones que entrar en aquella casa,
podría ser un poco doloroso. La fachada estaba cubierta de piedras que
posiblemente tendrían muchos más años que todas las edades que sumarían los
habitantes de aquel pueblo perdido en medio del monte. Jean-Paul, como buen
observador, memorizó cada pequeño detalle de esa casa que, al parecer, escondía
grandes historias. O no.
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